Chile Despertó: Eileen Maguire, Chile – November 2019

Es impresionante cuanto Chile ha cambiado desde que escribí mi último reportaje. Las protestas que se han llevado a cabo diariamente durante casi 4 semanas parecieron estallar de la noche a la mañana, y aunque la violencia y la magnitud del movimiento (más de un millón de personas se sumaron a ‘La marcha más grande de Chile’ el viernes 25 de octubre) sería increíble en cualquier país, en Chile, un país considerado como ‘el oasis’ de Latinoamérica – mas próspero, pacifico y seguro que sus países vecinos – nadie lo esperaba.

IMG_4830Empezó con protestas sobre un aumento de 30 pesos en la tarifa del metro, pero pronto se convirtió en un movimiento mucho más amplio en contra del modelo político y económico de Chile. Era evidente que esos 30 pesos fueron la gota que colmó el vaso, revelando un descontento mucho más profundo y arraigado. Treinta años después de la transición a la democracia en 1990, gobiernos sucesivos han seguido un modelo económico neoliberal que, a pesar de que impulsó crecimiento en la economía, ha fallado en su promesa de beneficiar a la gran mayoría de la gente y ha creado una desigualdad extrema. Los 30 pesos parecen una cantidad insignificante, pero un chileno que gana el sueldo mínimo gasta en promedio el 25% de su sueldo en su viaje al trabajo. Chile es el país más desigual del OECD, y el 26,5% de la riqueza del país está en manos de solo el 1% de la población. El costo de la vida es extremadamente alto, mientras que los sueldos son desproporcionadamente bajos. La AFP (el sistema de pensiones, que es privatizado) deja a muchas personas mayores en pobreza, la educación es carísima y de pésima calidad, y el sistema de salud es terrible. Además, el estamento político esta muy desconectada de la población (un diputado gana 33 veces más que el sueldo mínimo) y varios escándalos y la corrupción han destrozado la fe de la gente en la élite política.

Uno de las lemas principales del movimiento es ‘Chile Despertó’: Chile despertó a los años de abusos, al fracaso del gobierno en responder a sus quejas, y al legado de la dictadura (el ministro del interior, Andrés Chadwick, participó en la dictadura militar como miembro de la comisión legislativa de la Junta Militar). El estallido social que resultó no muestra señales de que va a parar.

El presidente Sebastián Piñera respondió con mano dura, declarando un estado de emergencia, desplegando a militares en las callas por la primera vez desde la transición, y imponiendo un toque de queda en las ciudades más grandes del país. En un país donde muchos recuerdan vívidamente los años de la dictadura militar, estos actos provocaron recuerdos difíciles. Las palabras de Piñera ‘estamos en guerra’ fueron incendiarios, y los intentos del gobierno para suprimir rápidamente las protestas fracasaron. Los manifestantes han respondido al discurso político con la afirmación ‘No estamos en guerra, estamos unidos’. Para solucionar la crisis, Piñera retractó el aumento en la tarifa del metro (pero el movimiento ya había avanzado para incluir muchas más quejas), y luego pasó a reorganizar su gabinete, despidiendo a ciertos diputados como Chadwick. A pesar de eso, los manifestantes no estaban convencidos y ahora el consenso es que Chile necesita reformas estructurales – una nueva constitución también implicaría librarse del legado de la dictatura bajo de la cual se escribió la constitución vigente.

Las protestas han sido enormes, ruidosos y muchas veces destructivos: se han quemado estaciones de metro, los muros están cubiertos de grafiti, y los manifestantes construyen barricadas de basura ardiente en las calles. Los carabineros han respondido con una fuerza excesiva, empleando gas lacrimógeno, carros lanza-aguas y disparando balas. Aunque las protestas empezaron sobre todo de forma pacífica, y fueron muy conmovedoras con su muestra de solidaridad, unidad y esperanza, la represión constante ha intensificado su carácter. Al menos 20 personas han fallecido, más de 180 quedaron ciegos debido a los disparos de la policía al nivel de las cabezas, y se produjeron más de 1800 detenciones. El gas lacrimógeno flota en el aire en muchas de las zonas más concurridas de la ciudad, y el odio a los “pacos” (policías) es tangible. Las generaciones más jóvenes que crecieron sin el miedo provocado por la dictadura no son tan cautelosas como sus padres, y salen a la calle diariamente, armados con sus ‘kit de marcha’ – limón, agua y bicarbonato para combatir el gas. Se ha producido también una parte más violenta y destructiva de las protestas, incendios provocados y saqueos llevados a cabo por los ‘encapuchados’, que se han usado para manchar el movimiento con acusaciones de delincuencia. Mi impresión es que estos son actos de una minoría, que no saben otra forma de expresarse y quienes buscan otra forma de demostrar su rabia y frustración.

También hay acusaciones de que los carabineros ellos mismos han instigado violencia o están usando los acciones de unos pocos para culpar a todos, y hay cada vez más criticismo de las autoridades y su uso de fuerza. En los 9 años desde que se fundó el INDH (Instituto Nacional de Derechos Humanos) de Chile, han presentado 319 quejas contra carabineros por tortura y maltrato, el 45% de ellos fueron durante los últimos 3 semanas. Amnistía Internacional y una misión de derechos humanos de la ONU están actualmente en el país, y aunque Piñera niega que haya un problema institucional con la fuerza policial, alegando que los crímenes son la excepción a la regla, las fuerzas están ahora bajo escrutinio.

La situación es complicado, volátil y tenso. La ciudad en la cual viví durante 4 meses ha cambiado mucho, y aunque la vida diaria continua, es alterada: las tiendas cierran temprano, los trabajadores salen de sus oficinas a medio día para asegurase de que pueden llegar a sus casas antes de que se cierre el metro, y hay que estar siempre alerto. A pesar de la frustración de muchos frente a esta situación, aun así los chilenos están resueltos que lo que quieren ahora no es ‘una vuelta a la normalidad’ o al Chile de hace un mes atrás, sino un cambio profundo. Las encuestas muestran que el 85% de la población esta a favor de las protestas, mientras que la popularidad de Piñera ha alcanzado un mínimo histórico. Es difícil predecir como la situación va a avanzar, sobre todo porque las protestas no son organizadas y no tienen un líder o un portavoz que puede representar las demandas del pueblo. Sin embargo, lo que si queda claro es que los chilenos no están dispuestos a dejar que esta oportunidad les escapa; ahora que han llegado a este punto están comprometidos a seguir protestando hasta que vean un cambio real.

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It is quite remarkable how much has changed in Chile since my previous monthly report. The protests that have taken place daily for nearly 4 weeks seemed to escalate overnight, and while the violence and the sheer scale of the movement (over 1 million people are estimated to have taken part in the biggest march on Friday 25th October) would be impressive in any country, in Chile, a country lauded as the ‘oasis’ of Latin America – more prosperous, peaceful and safe than its neighbours – nobody saw it coming.

What began as protests over a 30 peso (£0.03) increase in the metro fare quickly evolved into a broader movement against Chile’s political and economic model. It became clear that these 30 pesos were the straw that broke the camel’s back, exposing a much more deep-rooted discontent among the population. Thirty years on from the transition from dictatorship to democracy in 1990, successive governments have followed an extremely laissez-faire economic system that, despite creating economic growth, has failed most of the population and left inequality deeply entrenched. The 30-peso increase may seem like a negligible amount, but Chileans on a minimum wage can end up spending 25% of their salary on their commute to work. Chile has the highest inequality in the OECD, and 26.5% of the country’s wealth is held by 1% of the population. The cost of living is extremely high (a food shop here costs me more than it would in the UK), but wages are disproportionately low. The privatised pension system leaves many older people in poverty, while private education and healthcare are extremely expensive, and their public alternatives of poor quality. What’s more, the political class is extremely detached from the population (earning roughly 33 times more than the minimum wage) and numerous corruption scandals have led to a lack of faith in the political elite.

One of the main slogans of the protests has been ‘Chile Despertó’: Chile has woken up to the years of abuses, the failure of the government to address their complaints, and the legacy of dictatorship (the Interior Minister, Andres Chadwick, participated in the military dictatorship as a member of the legislative commission of the Military Junta). The resulting social explosion shows little sign of slowing down.

The president Sebastian Piñera initially responded with a heavy hand, declaring a state of emergency which brought the military onto the streets for the first time since the transition, and imposing a curfew in many major cities in Chile. In a country where many vividly remember the years of military dictatorship, these actions brought back painful memories. Piñera’s words ‘Estamos en guerra’ (‘We are at war’), were incendiary, and the government’s attempts to quickly squash protests failed. Protesters have responded to the political discourse with the affirmation ‘No estamos en guerra, estamos unidos’ (‘We are not at war, we are united’), and Piñera’s subsequent attempts to pacify the movement have fallen flat. His first action was cancelling the fare hike, and he then went on to rearrange his cabinet, removing certain ministers such as Chadwick. However, protesters remained unconvinced and the consensus is now that Chile needs structural reforms – a new constitution would also imply shaking off the legacy of the dictatorship under which the current constitution was written.

The protests have been enormous, noisy and often destructive: metro stations have been burned to the ground, graffiti covers the walls, and protesters construct barricades out of flaming rubbish, street signs and rocks. The police have responded to protests with excessive force, using tear gas, water cannons and firing rubber bullets. Though the marches largely began peacefully and were extremely moving in their display of solidarity, unity and hopefulness, the persistent repression has intensified their nature. At least 20 people have died, over 180 people have lost eyes as a result of police firing at head height, and over 1800 have been detained.  Tear gas hangs in the air in many of the busiest parts of the city, and the hatred for the ‘pacos’ (police) is tangible. Younger generations who grew up without experiencing dictatorship don’t have the fear that informs the caution of their parents, and have been taking to the streets daily, armed with lemons, water and bicarbonate of soda to combat the tear gas. There has also been a more violent and destructive strain to the protests; acts of arson and looting carried out by ‘encapuchados’ (hooded or masked protesters), which has been used to tarnish the movement with accusations of delinquency. My impression is that these are actions of a minority, whose words fail them and who see no other outlet for their rage and frustration.

There have been accusations that the police have been instigating violence themselves and using the actions of few to implicate everyone, and there is growing criticism of the authorities’ use of force: in the 9-year history of Chile’s National Institute of Human Rights it has presented 319 complaints against carabineros (police) for torture and cruel treatment, 45% of which were made in the last 3 weeks. Amnesty International and a UN human rights mission are currently in the country, and while Piñera denies that there is an institutional problem with the police force, claiming crimes are the exception to the rule, the forces are now under scrutiny.

The situation is confusing, volatile, and tense. The city I had spent 4 months in has changed dramatically, and while daily life continues, it is altered: shops shut hours early, workers leave their jobs at midday to make sure they can get home before protests shut transport down, and you must be constantly alert. Despite the understandable frustration of many at this bizarre new normal, Chileans are nevertheless determined that what they want is not a ‘return to normality’ or to the Chile of a month ago, but a profound change. Surveys show that 85% of the population are in favour of the protests, while Piñera’s popularity ratings have hit an all time low. It is difficult to tell how the situation will continue, as the protests are not organised and have no figurehead able to represent the demands of ‘el pueblo’ (the people). However, what is clear is that Chileans are not willing to let this opportunity slip; having come this far they are determined to continue protesting until they feel their demands are met.

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